Entre las narraciones y prodigios que acompañaron el traslado del cuerpo del Apóstol, siempre a mitad de camino entre la tradición y la leyenda, dos son los más reconocidos hoy: una, la de Juan Bosco, monje celestino que publicaría el suceso en su biblioteca Floriacense; la otra, la de la Historia Compostelana (una de las obras más importantes del medioevo), que nos relata como, luego de su predicación por España, el Apóstol retornó a Palestina y allí fue degollado por Herodes Agripa y su cuerpo arrojado extramuros de Jerusalén para pasto de los animales. Pero sus santos restos, fueron recogidos por sus discípulos Teodoro y Atanasio que, ayudados por la mano de Dios y con próspero viento a favor, consiguieron llegar hasta Iria Flavia, importante puerto de Galicia. (Es necesario señalar la relevancia que este enclave tenía alrededor del año 70 de nuestra era: él emperador romano Tito Flavio Vespasiano romanizaría el lugar con el otorgamiento del Ius Latii, lo que elevaba a Iria a la consideración de municipio romano).
La epístola que confirma la tradición de la arribada de la nave apostólica pertenece al Papa León III.
El cuerpo fue desembarcado sobre una gran piedra, que lo recibió milagrosamente como si “sobre cera pusieran un cuerpo de bronce incandescente y como si reconociese el vasallaje y honor que a tan gran apóstol debía”.
En el breviario de la Santa Iglesia de Oviedo se hace memoria de este prodigio. Las pinturas más antiguas así lo testimonian por toda Europa. El Papa Calixto II afirma haber visto esta piedra que fueron desgastando los peregrinos; el resto permanece en el río Sar, según revelan distintos documentos históricos. Las intrigas de la Reina Lupa, que dominaba en esa época estos contornos, y los engaños de Filotro, gobernador de Duio y legado de Roma, dificultarían su traslado hasta el lugar donde los restos de Santiago permanecerían ocultos hasta el año 813.
En este momento de la historia, la brillantez de una estrella que apuntaba a un determinado lugar, llamaría la atención del anacoreta Pelagio; los fulgores de la estrella moverían al obispo de Iria, Teodomiro, a concluir que en ese emplazamiento concreto estaba enterrado el cuerpo del Apóstol, un enclave conocido como Liberum Donum, hoy, la inmortal Compostela.
Hasta aquí el relato esencial, adobado por esa mezcla entre historia popular, tradición y leyenda, algo tan propio del alma gallega que trasciende el propio rigor de los hechos para ir más allá: la creación de la cultura jacobea, esa ósmosis entre lo fantástico y lo real.
Detengámonos ahora brevemente en un hecho legendario de interés:
En un manuscrito hallado en la Biblioteca de San Juan de los Reyes en Toledo y en un Flos Sanctorum (colección de biografías de santos) escrito en pergamino en lengua lusitana que se conserva en el Monsasterio de Alcobaça (Portugal), se narra un prodigioso suceso acontecido en las terras d’Amaia, entre los límites del Duero y el Miño en el litoral portugués.
Se celebraban grandes fiestas con la ocasión del casamiento de un noble caballero del país, quien en un descuido se precipitó con su caballo al océano. En ese momento cruzaba por delante la pequeña nave que transportaba el cuerpo del Apóstol. Las aguas se apaciguaron de repente y calmó también el viento. En ese momento, el caballero emergió sobre la tona del mar, allí mismo a lado de la nave, y todos desde tierra, pudieron contemplar aquel milagro. El caballero se dio cuenta que tanto él como el caballo, y también el pectoral o los estribos, por todas partes, se vieron ornamentados de conchas de vieira.
Desde ese instante, todo peregrino que había de ir a Compostela en la búsqueda del Apóstol Santiago llevaría por señal, no chapeu y en la esclavina de la capa, las conchas de este molusco.
Este prodigio fue autorizado a través de las bulas pontificias del Papa Clemente V en 1088, Alexandre III en 1165 y Gregorio IX en 1227.